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Casualidad en la Costa Dálmata

Por Hernán Luis Biasotti, 
Autor de Claves para la Navegación Feliz, Del Plata al África Solo y a Vela Pura, y otros libros didácticos y de relatos marineros.

Casualidades, causalidades… Suerte mala, suerte buena… ¿Karma? ¿destino? Quién sabe… Sentado frente a una fogata, o alrededor de la mesa en la cabina o en la penumbra del cockpit se puede opinar. Todos los pareceres son válidos cuando se cuentan historias como ésta que me sucedió en Yugoslavia, en la hermosa costa dálmata. Digo Yugoslavia y no Croacia, porque esto aconteció antes de la secesión y todavía existía aquella federación de seis repúblicas: Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Ma-

cedonia. Geográficamente, y eso no cambia con los vaivenes políticos, son los Balcanes. Tierra que atravesé en tren de Atenas a Viena y recorriendo en automóvil el interior de esas bellas repúblicas cuyos paisajes parecen tomados de los cuentos de hadas. Su costa está recortada como una puntilla, la navegué detalladamente con el sloop de 30 pies Cicita, en aquella época y también recientemente. Hoy en día la porción de costa menor y situada más al norte corresponde a Eslovenia, todo el resto a la provincia Croata de Dalmacia, de allí el nombre: Costa Dálmata.

Aquella temporada de navegación por el Mar Adriático ya finalizaba por la llegada del otoño. Mis tripulantes, amigos y alumnos de Austria y Argentina, habían regresado a sus hogares y yo me preparaba para cruzar en solitario al sur de Italia y de allí a Grecia para dejar el Cicita a invernar. Estaba amarrado en el portezuelo de Morter de agua cristalina, siete millas al norte de Dubrovnik. Zona despoblada donde las laderas de las montañas calizas estaban cubiertas de pinos. Por ellas bajaba de noche, helado y con furia, el viento bora. Aquella tarde fui hasta la ruta a tomar un ómnibus para ir a la ciudad. Mientras esperaba el colectivo, un señor de traje que estaba en la banquina de enfrente cruzó súbitamente sin mirar y un automóvil lo atropelló. Corrí hacia él para tratar de auxiliarlo, el hombre estaba inconsciente. No me atreví a moverlo, le aflojé la corbata y le desprendí el cuello de la camisa que le dificultaba la respiración. Como por arte de magia aparecieron policías que desde una estación de servicio cercana habían escuchado el impacto, lo subieron al mismo auto que lo atropelló y arrancaron hacia el hospital siguiendo al patrullero. Hasta aquí una desgracia, horrible, pero nada particular.

Al día siguiente, pasó a buscarme por el barco un grupo de amigos que había conocido en Dubrovnik. Nos habíamos citado para ir a comer a la ciudad medieval fortificada de Ston, en la península de Peljesac, donde hay famosos viveros de mariscos. Era un momento feliz pero como yo estaba impresionado por el accidente de la tarde anterior, se lo referí a mis amigos.

 Al otro día fui a Dubrovnik y presenté los papeles de salida en la capitanía del puerto. Cuando me preguntaron donde estaba el barco y les dije que estaba a siete millas de allí, en Morter, me dijeron que para dejar el país tenía que presentarme con el barco en el muelle para que fuera inspeccionado. Así evitaban contrabando de personas, recuerden que era la época del gobierno comunista y los ciudadanos no podían salir sin un permiso especial. Total, que entre que volví por tierra y traje el barco navegando, ese día ya estaba perdido para largarme a cruzar el mar, entonces amarré contra la banquina, en pleno centro. Allí me dispuse a pasar el resto de la tarde repasando las costuras de una vela, sentado en la cubierta. De pronto frenó un auto en la costanera y de él salió Ría, una chica del grupo de amigos.-¡Hernán, qué suerte encontrarte, te necesitamos! Sbonko, un amigo mío que es conserje de un hotel era el conductor del accidente que viste. Teme ir a parar a la cárcel, no entiende cómo fue que lo atropelló, dice que no vio al hombre que cruzó. El peatón está en estado de coma. Yo le dije que vos nos contaste que el automovilista no tuvo la culpa. Pero te habías ido para no volver ¡Ay, gracias a Dios te encontré, por casualidad!

Fuimos a la policía y respondí un cuestionario en el que declaré que el coche no iba rápido, que tenía las luces encendidas, que el conductor llevaba colocado el cinturón de seguridad y que el hombre cruzó súbitamente y sin mirar. Ría ofició de intérprete e ilustré el suceso con un croquis.

Seis meses después, volviendo de Grecia con mi tripulante inglés Harry, hicimos escala allí y cenando con Sbonko y su familia me enteré del final de esta historia. El herido había muerto a los pocos días pero él había sido exonerado de culpa y cargo en un juicio sumario basado en mi declaración. Ese joven de veintinueve años de edad, trabajador, responsable, casado hacía poco tiempo y padre de un bebé, estaba libre y con la conciencia tranquila. 

Narrado con estilo y lujo de detalles, este episodio sirvió de argumento al cuento Sbonko es Inocente, de mi libro Cuentos para Leer en la Cucheta. No obstante haberlo referido en el libro de cuentos, los hechos son absolutamente reales. Lo resumo aquí sin adornos literarios, no podía faltar en esta serie que he dado en llamar Las Grandes Casualidades. Ω

barcos@barcosmagazine.com

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