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EDICIÓN IMPRESA – CON LOS PIES SOBRE EL AGUA

Recuerdo que a escasos años de vida, mi padre me inició en la actividad náutica acompañándolo como timonel en un bote a remo del Club de Regatas La Marina

Para ello, esporádicos fines de semana se adueñaba de la indescriptible ansiedad por sentir el bote deslizarse en las aguas del río Luján; pero sin olvidar que mi pasión recreativa como adquirido derecho en tan preciado lugar del planeta, encontraba también la necesaria intervención de mi querido viejo, quien con el fin de obsequiarme oportunamente el fastuoso “carro de remo” de aquel bote, cargaba en mí palabra tras palabra, consejo tras consejo o nota tras nota el indiscutible y obligado condimento del “respeto en el agua”.
Fue así, casi por ósmosis, que se fijaron conceptos básicos que con el tiempo y ya en el conocimiento de la especifica lectura técnica (Reginave-Ley de la Navegación, RIPA, etc.) afloraron como simples recuerdos y otorgaron la sana conciencia que lo apropiado, como básico respeto, era ni más ni menos que las reglas necesarias para cuidar la vida del prójimo y la propia en un espacio que sin dudas resulta más riesgoso que tener los pies sobre la tierra.
Sin embargo y si bien la actividad náutica fue encontrando un enorme abanico de posibilidades recreativas y pudimos lograr mejores condiciones de esparcimiento; la violencia se ha arraigado y normalizado como catarsis de odio, resentimiento o de hasta falsa libertad por hacer y vivir lo que adolescentemente se quiere y, a todas luces, bajo una visión totalmente desesperanzada.
La universalidad de esa gratuita violencia, no escapó de naturalizarse en la pequeña comunidad y vida social de nuestro espacio como un comportamiento o, mejor dicho, un acto muy complejo, donde la absoluta libertad de hacer, expresar y sentir discrecionalmente, ha ocasionado casi un vandalismo social, perturbando a quienes por el contrario aún recurren a las aguas del delta como un práctico y natural contacto sentimental, espiritual o de simple y pacífico disfrute.
Así y dentro de una frondosa y comprometida calificación, observamos a nautas no respetan los mínimos de velocidad de maniobra en canales, dársenas, ingresos a lugares reducidos, muelles o zonas de alto tránsito, quienes fondean en lugares no permitidos o que imposibilitan la maniobra de otras embarcaciones, quienes intentan que forzadamente terceros escuchen música en lugares de descanso, quienes no ceden el paso, quienes atentan despiadadamente por la vida de otros ante el desconocimiento de la reglas para prevenir abordajes, quienes contaminan nuestras aguas con desechos de todo tipo, quienes timonean alcoholizados o, quienes simplemente olvidan las buenas prácticas marineras, obteniendo así desde infelices momentos en obtusas discusiones, hasta riesgosas situaciones de violencia o, peor aún, la perdida de hermosas vidas por la marcada imprudencia y un manifiesto egoísmo.
Hoy, varias de las elites disruptivas, quejosas y carentes de elementales principios de convivencia, parecieran canalizar sus impulsos destructivos en tan noble lugar como es nuestro querido delta, transformando un paraíso en un monótono y permanente desorden. Es por eso, que si bien debemos conocer, aceptar y cumplir las normas que rigen la actividad para mantener el bien común y prevenir riesgos en un espacio diferencial, lo cierto es que los principales valores a la hora de timonear nuestra embarcación, independientemente de eslora, desplazamiento, material o tipo, son el respeto, la amabilidad y la solidaridad.
Debemos tener en cuenta, que para llegar a destino, entendiendo que es nuestro lugar de esparcimiento, de sociabilizar con amigos, de encontrarnos en familia o de buscar esa necesaria natural paz del agua y el frondoso verde, depende de nosotros y de los otros navegantes, pero manteniendo por sobre todo nuestra empatía, comprensión y paciencia.
Es tan solo por eso y por nuestros pies sobre el agua, que antes de soltar amarras debemos poder examinar nuestra actitud, dirigir nuestra mirada hacia el interior y preguntarnos si podemos timonear una embarcación sin negarle a otro el derecho de poder hacerlo.
Resumiendo y como señalara Ludwig van Beethoven: “El único signo de superioridad que conozco es la bondad”; desde esa bondad alcancemos el respeto, amabilidad y solidaridad, por felices derroteros.

Por: Ernesto L. Skrbec – Abogado

barcos@barcosmagazine.com

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