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Balance de un salto sin red

A 25 AÑOS DEL VIAJE AL ÁFRICA

Por Hernán Luis Biasotti, 

Autor de Claves para la Navegación Feliz, Del Plata al África Solo y a Vela Pura, y otros libros didácticos y de relatos marineros.

Un jueves por la mañana hace veinticinco años, el 24 de noviembre de 1994, tomé amarras en Punta Chica tras 53 días de navegación en solitario desde el otro lado del África. La corredera que remolcaba mi velero de 26 pies, el Eos II, marcaba que en esa etapa, la más larga, habían pasado sin escalas 4.871 millas de agua bajo la quilla. En el recorrido total había doblado en ambos sentidos el Cabo de Buena Esperanza y me había dado una panzada de 11.300 millas de alta mar. No había pasado por el sur de los tres grandes cabos, pero la distancia total equivalía a más de media vuelta al mundo practicando el deporte puro según las reglas del arte; no es poca cosa. 

En el viaje de ida, de fin de marzo a principios de mayo, avisté Table Mountain, La Mesa, en 44 días directo desde San Isidro. A pocas millas de Ciudad del Cabo vino niebla y aguanté afuera con lluvia y cerrazón hasta que fue posible entrar al puerto cuando aclaró tres días después. La corredera registró 4.223 millas de amarra a amarra y el almanaque náutico perdió 47 hojas. Las sencillas reglas del juego que me había propuesto eran hacer navegación tradicional, sin motor, sin comunicaciones, sin instrumentos electrónicos, absolutamente solo y sin cualquier tipo de ayuda. El velero estaba deliberadamente desprovisto de máquinas y accesorios.

Gracias a aquella niebla providencial entré al Royal Cape Yacht Club un día que era feriado y, como salió el sol, el club estaba muy concurrido. Los socios presentes nunca habían visto arribar un barco de bandera argentina y se acercaron a darme la bienvenida. Mientras hacía tiempo para que fueran pasando los peores temporales del invierno, fui admitido como integrante del coro del City Hall, un coro amateur que acompaña a la orquesta sinfónica municipal. Me llené de amigos del coro y del club, los sudafricanos son gente sumamente amistosa y hospitalaria. También viajé por tierra: en un safari de dos camiones fui de campamento a Namibia, Botswana, Zimbabwe y Zambia. Me resultó apasionante visitar esos países sobre los que había leído mucho. Luego saqué el barco a tierra y rasqueteé los caracolillos del fondo y lo pinté con antiincrustante. Mi esposa vino en avión desde Buenos Aires a pasar juntos unos días en Ciudad del Cabo y a ayudarme con el aprovisionamiento para continuar el viaje solo a través del Océano Índico. 

Era conveniente esperar dos meses más, pero mi tiempo se acababa; ya había tenido que postergar por trabajo la fecha ideal de zarpada de Buenos Aires, de la primera semana de enero para la última de marzo. Mi fecha límite para regresar a casa era diciembre. Uno tiene familia y deberes que cumplir, y también ahorros limitados… a menos que uno quiera patear el tablero, pero esa alternativa no era parte de mi juego.

 Así es que zarpé en agosto rumbo a Tasmania, sur de Australia. El barco se averió cuando ya había navegado 1.200 millas en aquella dirección. El mar en esa latitud tiene mucha fuerza y los temporales son prolongados. Unas mil millas al sur de Madagascar se abrió un rumbo en el implante del skeg, que es la aleta que sostiene el timón. La vía de agua aumentaba y era evidente que el skeg terminaría arrancando una lonja del casco y el barco se iría a pique. Mi mejor chance era ir de arribada forzosa a Port Elizabeth a unas 900 millas de la posición; Australia quedaba todavía seis veces más lejos.

Al llegar a Port Elizabeth, saqué el barco a varadero en el Algoa Bay Yacht Club. Allí conocí más amigos, gente magnífica que me ayudó a repararlo. El barco, que ya tenía dieciocho años, acusaba fatiga de materiales en el casco, de chapa, y en la cubierta, de madera terciada. Su diseñador lo había construido con espesores adecuados para ir al Caribe y yo lo había llevado al Océano Austral, otro mundo, para peor en invierno. Desde la zarpada de Ciudad del Cabo se me habían consumido dos meses más del calendario. Las reparaciones fueron lo mínimo y suficiente para poder regresar a Buenos Aires en primavera y por una latitud más benigna. Era mi única alternativa razonable para llegar a casa navegando por mis propios medios y dentro del plazo que yo podía permitirme. No tuve ni quise tener patrocinadores, me gustaba que mis velas fueran blancas y nunca consideré exhibir carteles. Decidí ser independiente y no tener obligación de reportar mi posición aunque eso implicara correr el riesgo inherente a un salto sin red. El criterio marinero para ir de un puerto a otro muy lejano podría compararse con la habilidad de un trapecista para medir y controlar el salto. 

Antes y durante los veinticinco años transcurridos desde entonces realicé varios cruceros más, costeros y oceánicos, con mucho o poco equipo, en otro barco mío o piloteando barcos profesionalmente. Viajes excelentes y algunos memorables, en solitario, o de a dos, o con más tripulación. La ida y vuelta a Sudáfrica solo y a vela pura a la antigua, ha sido una experiencia única que valió la pena. Cuando pongo todo en la balanza e intento resumirlo en cinco palabras, pienso “Nadie me quita lo bailado”. Ω

barcos@barcosmagazine.com

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