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Soltando amarras

Finalmente llegaron nuestras vacaciones, luego de unos días de navegación arribamos a aquel lugar donde nos esperaban unos días de descanso. Atracamos, felices de nuestro modo de estar en el mundo, libres de internet, de la oficina y la rutina citadina. Por las mañanas nos despertaba el sonido del agua y el silencio. Aquella mañana fue diferente, desperté invadida por una música agresiva que inundaba mi espacio vital, un tremendo barco hipermoderno atracó en la amarra vecina, llegaron Ellos.

Inmediatamente pensé que si bien el sonido por encima de determinados decibeles es molesto, había algo en mí que era más que incomodidad, una cierta hostilidad, más bien cercana al odio. Se me cruzó entonces aquel precepto muy anterior al cristianismo, «ama a tu prójimo como a ti mismo», si el otro es mi semejante se me hace fácil, pero qué pasa si es diferente? ¿Qué ocurre cuando el otro se permite disfrutar de una música que no es de mi agrado, y vocifera con desenfado haciendo alarde de su libertad?  El otro me muestra su singular modo de disfrute, y cuanto más goza de su libertad, una enorme rigidez se apodera de mí. Me detengo a reflexionar sobre el antiguo precepto, ¿porqué tendría que amar al prójimo como a mí misma?

El psicoanálisis nos hizo saber que el odio es más originario que el amor, y que amor y odio son dos caras de una misma moneda, se puede pasar de una cara a la otra en un instante.  Pero,  ¿se puede retornar del odio al amor sin preguntarnos en qué punto nos afecta?

¿Por qué me molesta tanto? Hay una tensión entre el Ellos y el Nosotros. ¿Será el hecho de sentirme excluida de su fiesta?, sin embargo yo tenía la mía propia. ¿Sería el tipo de música? Recordé una escena infantil canturreando una canción muy alegre, cuando los adultos me sorprendieron llamándola «mersa». Si quería ser parte de Ellos, tendría que callar mi canción. Como decía Antoine de Saint Exupéry en El Principito, “Las personas grandes me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesara más por la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. Así fue como a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor.”  Es así como las restricciones de la cultura dejan marcas que imponen sacrificios, mientras nos acostumbramos sin darnos cuenta, por miedo a la pérdida de amor y al desamparo.

Mis vecinos escuchaban el mismo tipo de música por el que yo sentí haber sido censurada en la infancia, y no sólo eso sino que lo hacían ostentando su alegría y su libertad. Libertad a la que habría renunciado sin saberlo para formar parte de un Nosotros. Cuando solté,  el odio se disipó.

En estos tiempos de rígidas grietas y odios varios, desde raciales; a lo femenino en la violencia de género; al inmigrante, o al diferente, en defensa de una supuesta identidad que nunca es igual a sí misma, propongo hacer un alto para pensar qué y porqué nos incomoda la diferencia que el otro nos muestra, y hacer uso de nuestra agresividad constitutiva para amar, crear y trabajar.

                               Cecilia Lavalle
                               Psicoanalista
                               cecilia.lavalle@gmail.com

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