Por Hernán Luis Biasotti,
Autor de Claves para la Navegación Feliz, y libros didácticos y de relatos marineros.
Aquí se cuenta un encuentro con sardinas durante una navegación de Mar del Plata a Buenos Aires. Quizás sea apenas una casualidad pequeña ya que estos peces abundan, pero las circunstancias hicieron que fuera una ocasión muy especial. Volvíamos de correr la regata Buenos Aires-Mar del Plata en un velero veloz de cuarenta y cuatro pies. Éramos una docena de tripulantes a bordo y se podría decir que era una buena tripulación, eficiente y aguerrida. Yo fui de navegador, y aunque me llevaba bien con todos, no me hallaba del todo a gusto con el estilo de aquel equipo. Por empezar, era la primera temporada en que se permitía la navegación satelital en regatas y para quienes estábamos acostumbrados al arte de navegar, el crudo hecho de que un aparato nos diera la posición resuelta no nos resultaba tan divertido como descubrirla. Además, quienes nos habíamos labrado un prestigio por nuestra habilidad y buen criterio nos sentíamos de alguna manera insultados por el hecho de que cualquier aprietabotones sin experiencia pudiera competir en igualdad de condiciones. No era culpa de los tripulantes, obviamente, la invasión electrónica fue general e imparable.
Pero aquella era una compañía que no conocía la paz del mar en la navegación de crucero de regreso, eran muy ruidosos e inquietos, no sabían cuándo había que bajar un cambio. El barco tenía parlantes en la cabina y en el cockpit. Desde que zarpamos de Mar del Plata, los muchachos no paraban con el chin-pum, chin-pum. Esa clase de ruido de discoteca puesto a todo volumen que irrita a cualquier persona que ame la buena música de cualquier género que sea. El barco entero retumbaba y no había escondite ni momento de tregua para descansar los tímpanos. Mis neuronas de navegador habituadas a sentir el entorno intentaban en vano percibir el murmullo de las olas, el siseo del agua contra el casco, el crepitar de la estela, el canto del viento en las velas y la jarcia. Lo que debía ser un placer se convertía en un esfuerzo mental que producía dolor de cabeza.
Se hizo de noche y los números luminosos sumaron su encandilamiento al aturdimiento. Me refiero a que aquel barco, equipado “con tutti i fiocchi” tenía atornillada en el mástil debajo de la gansera una batería de seis pantallas “Jumbo”que daban datos como por ejemplo velocidad efectiva y relativa, profundidad, dirección y velocidad del viento real y del viento aparente, amplificador de ángulo de ceñida, latitud y longitud, VMG o lo que hiciera falta durante la competencia. Pero ya no era el caso, volvíamos paseando. Como para no poder escapar del tormento, había repetidores en ambas bandas del cockpit.
Estaba muy oscuro, y aunque el tiempo era bueno, se necesitaba que nuestra cubierta también estuviera oscura para poder ver adelante y alrededor, pero las pantallas formaban un telón de luz que cegaba y allí acababa nuestro pequeño asteroide retumbante.
Arrumbábamos a pasar por adentro del banco de Punta Médanos. El paso entre el banco y la costa es profundo pero angosto y no hay margen de error. Nuestro navegador satelital marcaba que íbamos bien, pero en cuanto embocamos la canaleta fui a sentarme sobre el púlpito para verificar visualmente el paso. Allí en proa era otro mundo, se veía el cielo estrellado y las rompientes cercanas sobre la playa, las luces de las poblaciones costeras y el mar fosforescente de noctilucas. La fosforescencia era mucho más intensa que la normal en mar así de calmo ¡Estábamos atravesando un cardumen!
Las sardinas forman grandes cardúmenes que pueblan los más variados mares del mundo. Las hay en el Océano Atlántico Norte y Sur, tanto del lado occidental, el americano como del oriental, Europa y África. Años después, en el mes de mayo de 1994, llegando a la orilla de enfrente del Atlántico en mi velero de 26 pies Eos II, presencié un espectáculo que aquí transcribo de mi libro Del Plata a Sudáfrica, Solo y a Vela Pura: “El miércoles a las cuatro de la tarde se limpia el cielo y levanta la niebla. Sobreviene la calma chicha, quedo boyando a un par de millas de la costa. En una saliente diviso al faro de Slangkop. He avanzado sorprendentemente poco en las veinte horas que pasé al timón pero recibo un premio inesperado por mi afán: antes de la caída del sol comienza un espectáculo inusitado de la naturaleza. Estoy rodeado de un cardumen de sardinas que hace bullir el agua y familias enteras de lobos de mar se dan un atracón de ellas. De la cacería participan también varias especies de aves que se zambullen como aerolitos y emergen con pescados en el pico o en el buche. La función dura como una hora, luego de un intervalo aparece otro cardumen que produce en la superficie del agua el mismo efecto que si cayera granizo. Los cazadores reaparecen y se dan otro atracón. Nunca he visto tanta vida en el mar…”.
Lo de Sudáfrica fue de día. Aquella noche en Punta Médanos, los millones de peces que se comprimían en el embudo formado por el banco y la costa hacían brotar del mar una fuerte luminosidad verde. La proa se abría paso entre peces que saltaban. Y los muchachos, cegados por las pantallas del mástil y del cockpit, aturdidos por el chin-pum, chin-pum a todo volumen, no se daban cuenta, se lo estaban perdiendo.
Me quedé sin palabras. Corrí al interruptor de las baterías y corté toda la corriente eléctrica. Silencio, oscuridad total, sorpresa –¿Qué pasó –dijo alguien– se cortó la luz? Y de pronto pudieron ver el mar resplandeciente y bullente que nos rodeaba y se elevó una exclamación general –¡Ohh! ¿y eso qué es?
–Son sardinas ¿Se dan cuenta que estaban pasando sin verlas? Las sardinas, para que lo sepan, no nacen en lata. Ω