Hay quienes dicen que las fiestas son un día más. Un día más no es nada poco, bien lo saben los que han perdido un ser querido.

Hay aquellos que acompañan a alguien convaleciente, y también los que convalecen recordando ausencias dolientes.
Otros aguardan ilusionados las doce, como niño en día de cumpleaños anhelando haber crecido un centímetro más. Aunque no ocurrirá ese día más que la significación que pueda darle cada quien.
Están los que se dejan tomar por el espíritu más lúdico e infantil de las fiestas, aguardando el intercambio de regalos. Alegría de dar y recibir, a veces empañada de consumismo.
Los que se detienen vacilantes pensando, “¿qué me voy a poner?” en lugar de, “¿cómo me voy a poner?”.
O aquellos que comiendo y bebiendo en exceso, terminan tragándose la celebración.
Los que se sienten excluídos como convidado de piedra, y los que celebran en el río meciéndose en el fluir de las aguas, metáfora del devenir que a todos nos incluye.
¿Cómo hacer para que estas fiestas sean una celebración?. Una celebración requiere una pausa, un stop, un punto de referencia desde donde observamos lo devenido, ganancias, pérdidas y el modo en que nos afectaron. Hacer un alto en el camino, pasar revista sin prisa, hablarse o hablar con otro, observar la posición desde la que nos hemos organizado para vivir lo vivido, sin juzgarnos, como quien ve su propio cuadro en un atril desde una distancia relativa, y lo mejora.
Uno puede estar entre muchos y sentirse solo; uno puede estar sin compañía y hasta sentirse abandonado, pero con otros o sin ellos, no se sentirá solo si se acompaña de sí mismo, con la satisfacción de estar en todos los sentidos y el aprecio genuino de la propia existencia.
Resignificar el devenir, nos afirma subjetivamente, nos permite mejorar el cuadro y en algunos casos, hacer de la celebración un acontecimiento.