NOVENA PARTE
DE PASAPORTES Y LECHE CONDENSADA
Por Hernán Luis Biasotti, Autor de Claves para la Navegación Feliz, y libros didácticos y de relatos marineros.
Una tarde, hace dos domingos veníamos en mi velero Clipper Inés con todo el paño y una hermosa brisa de popa entrando a ese embudo que es la boca del Río Luján, cuando nos alcanzaron y pasaron a distancia de parlamento dos veleros sumamente veloces con spinnaker. Seguramente venían de correr alguna regata y seguirían sacándose chispas entre ellos hasta llegar a la amarra. Sonriéndoles, saludo al más próximo levantando como si fuera un brindis mi taza de café y una medialuna, gesto inequívoco de revancha que se entiende como si dijera “no vamos así de rápido pero nos damos la gran vida”. Y de aquel cockpit alguien me retruca fuerte y claro ¡Ehh, cómo le va, Capitán Chisoti”. Aquello era una broma que resumía viejas anécdotas, él sabía de sobra que no es ése mi apellido. El que así me saludaba era Marcelo C., compañerazo de primera clase en cualquier clase de navegación, con el que hemos compartido en su barco o en el mío desde pamperos y nortazos en el Río de la Plata hasta navegación de placer en la Polinesia y cruceros con cierto grado de aventura en el Mediterráneo.
Entonces a aquel crucero que evoca la cargada del apellido errado me remito, pues esta crónica de tripulantes catrasca jamás estaría completa si dejara de mencionar algunas de las burradas cometidas por un tal Cósimo N., candidato al Premio Nobel de la categoría. Ése era el individuo que me decía Chisoti, se confundía porque conocía a alguien de ese apellido un poco parecido al mío. Cósimo había formado parte de mi tripulación en el velero Cicita en un viaje en el que rodeamos Italia desde Venecia hasta Cerdeña pasando por Sicilia y unos cuántos puertos más. Se había embarcado en Brindisi. La primera de las suyas que hizo fue olvidarse el pasaporte en el hotel. Se negó a volver a buscarlo –“Vamos, vamos” –dijo– “no vale la pena perder tiempo, desde nuestra primera escala llamo al hotel y pido que me lo envíen en taxi”. Como esa etapa era una navegación de cabotaje de solamente cuarenta y dos millas y yo todavía no le conocía las mañas, se lo permití. Pero no cumplió la promesa así que siguió indocumentado las ciento y tantas millas siguientes hasta el próximo puerto que incluían el cruce del Golfo de Taranto, un tramo de alta mar que equivale al arco del pie de la bota de Italia. Allí en el medio del golfo, durante una calma chicha y mientras íbamos a motor a cinco nudos, sin avisar ni pedir permiso se tiró por la borda ¡Para refrescarse! Lo recuperamos como si fuera una maniobra de hombre al agua y como no era un tipo ágil tuvimos que colocar la escala de apuro y ayudarlo entre todos a subir a bordo. Menos mal que la tripulación se completaba con Marcelo y Horacio M., un tripulante más que también era excelente. Al llegar a puerto, Cósimo siguió sumando puntos para la premiación: Cuando ya teníamos la vela mayor arriada y aferrada, abrió un stopper sin mirar qué soltaba y largó en banda el amantillo. La botavara cayó como un hachazo sobre la escotilla y gracias a Dios solamente dañó el gel-coat y no mató a nadie. En aquel puerto tampoco reclamó su pasaporte al hotel, prometió pedirlo desde Sicilia.
En el cruce del estrecho de Messina tuvimos viento fuerte y mar muy picada, íbamos todos felices con traje de agua y arnés enganchado a los andariveles. Menos Cósimo, por supuesto, que no quería atarse y decía que él no lo necesitaba. Y para darle la razón le prohibí salir a cubierta; seguro, dentro de la cabina no lo necesitaba.
En puerto madrugó, desayunó solo primero que nadie y se fue a pasear. El próximo en ir a prepararse un café con leche fue Marcelo y se llevó una sorpresa cuando metió la mano en la taquilla de la cocina para sacar la lata de leche condensada ¡Ah, perdón, casi me olvido de mencionar que Marcelo es un tipo de buen humor pero de pocas pulgas! y cuando tanteó la taquilla, decía, gritó a todo pulmón – “¡Pero Cósimo hijo de p… y la p… que te p…!”. –“¿Qué pasó?” -exclamamos los demás sorprendidos– “¡Es que el muy cretino dejó la lata boca abajo y se desparramó toda la leche condensada, miren qué chanchada! ¡Y encima se fue a tierra y no podemos dejar esto así. Ahora voy a tener que limpiar yo!”.
Fiel a su línea de conducta, el individuo problemático regresó una vez más a embarcarse sin pasaporte. – “Mirá que de Messina así no pasás” –le advertí– “Allí para cruzar el Tirreno tenemos que hacer despacho en la capitanía de puertos”. – “No, Chisoti” -le costaba aprender mi apellido, le salía Chisoti– “Quedate tranquilo, te juro que en Messina me lo hago traer por correo urgente”.
Pero en Messina tampoco cumplió, así que a pesar de sus protestas y de que seguía insistiendo en que daba lo mismo si figuraba o no figuraba en el rol, lo desembarcamos. Menos mal, porque unos días después en el medio del Mar Tirreno, durante otra calma chicha, una poderosa patrullera de la marina italiana armada hasta los dientes nos hizo abarloarnos para controlar nuestros papeles. Encontró que teníamos todo en regla y nos dejó seguir navegando felices de la vida. Ω