Empezamos a sentir que estamos viajando
El Izarra está amarrado a la Marina Jacare en el Rio Paraiba, estado de…? y el lugar específicamente armado para recibir barcos viajeros. Es destino típico de quienes vienen cruzando el Atlántico desde Cabo Verde y Sudáfrica. El “Club House” está decorado con banderas de muchísimas nacionalidades. Tiene un techo altísimo y despegado de las paredes, para combatir el calor intenso. Hay un patio central gigante con mesas y livings donde nos reunimos con otros navegantes.
La musica del bar es siempre buena y también podemos hacer uso de la parrilla y nadar en la pileta. Hay un cuarto-biblioteca con libros en varios idiomas y un sillón comodísimo. Taller para hacer reparaciones y varadero. ¡Qué ganas de quedarnos un mes! Pero el grupo de barcos que van al Caribe, a quienes logramos alcanzar después de nuestras peripecias con el timón, ya está listo para salir. Después de cuatro días de disfrute mezclado con preparativos: gran compra de supermercado, combustible, agua y gas, zarpamos rumbo a Natal. Navegamos en conserva de noche y a la madrugada ya estábamos frente al puerto de la capital de Rio Grande do Norte. Llegamos demasiado temprano y el rio Potengi bajaba con fuerza. La bocana entre las escolleras es estrecha.
A sotavento hay rompientes sobre bajos de arena y arrecifes. Entramos con oleaje por la aleta, viento de 20 nudos a un descuartelar, tres manos de rizo en la mayor, media genoa y motor fuerte. La corriente en la canaleta daba miedo, pero lo logramos. Una vez dentro del puerto, se acabó la ola y festejamos. Pasamos por debajo de un gigantesco puente y nos fondeamos frente al Iate Clube de Natal. Nos recibieron con los brazos abiertos y nos dieron dos semanas de cortesía. Los chicos jugaron en la pileta, en los juegos y en la playita que esta al lado de la rampa de los barcos menores.
Entre todos los nautas, cual egresados de secundaria, contratamos una van que nos llevó a las playas con piscinas naturales, formadas por una larguísima barra de arrecifes. Después, el chofer nos llevó a sacarnos la sal en una laguna de agua de lluvia con muchos juegos acuáticos y playa de arena, pasamos la tarde de jarana. También visitamos la estación de estudios espaciales de Brasil desde donde largan cohetes para estudiar la atmósfera. Por último, paseamos caminando debajo del árbol de Caju más grande del mundo. Debido a una alteración genética espontánea, este Cajueiro siguió largando estolones hasta alcanzar ¡casi una hectárea! Visitamos la dunas de Genipabu, trepamos el barrancón de arena clara, jugamos a que estábamos en el desierto y bajamos corriendo, dando enormes zancadas en la arena floja, ¡divertidísimo!
Nadamos en el mar y reposamos en la playa.
Después de toda la diversión y muchos días descansando en el club, aflojó un ventarrón que el Windy marcaba rojo furioso y llegó el día de zarpar. La corriente bajaba y el viento era de 20 kn, que en el canal de salida daba de ceñida. Las olas empinadas llegaban cruzadas, por estribor. Algo pasaba con el barco, estaba pesado, como si tuviéramos un manatí abrazado al quillote. Cometimos el error de no limpiar el fondo ni revisar la hélice antes de salir. Con motor fuerte y tres maños de rizo, cuando nos enfrentamos a las olas que pasaban por arriba de cubierta, quedamos casi detenidos y con poco gobierno. Empezamos a desesperar. Abatíamos hacia las rompientes a sotavento. Rápidamente desenrollamos la genoa, la cazamos bien y pasamos a centímetros de la segunda boya roja. No lográbamos orzar lo suficiente para dejar la siguiente boya a babor así que la derivamos.
El nivel de nervios, por las nubes. De a poco nos fuimos alejando de la zona de peligro. Nos enfrentábamos a navegación de 684 millas náuticas, los dos solos para hacer guardias al timón y atender a los chicos. El viento fuerte y la corriente favorables, hacían imposible la vuelta atrás. El primer día, la ola llegaba por la aleta y el barco rolaba mucho. Picó una caballa y la comimos de la sartén por que el baile no permitía usar platos, ni mesa ¡y menos mantel! Al anochecer cuando rodeamos el extremo noreste de Brasil, el viento aumentó. Arriamos lo que quedaba de la mayor, sacamos el tangón y achicamos la genoa. El barco parecía un zamba, la ola era muy molesta. Al amanecer del segundo día, el mar se había ordenado haciendo nuestra vida mas tolerable, pero Aquiles, nuestro hijo de seis años estaba mareado y vomitó muchas veces. Esa noche pasaríamos frente a Fortaleza, una posible parada. Nos habían advertido que si uno fondea detrás del espigón del puerto, te asaltan, frente al cuartel de policía. Había que entrar sí o sí a la única marina. En el camino habría rocas y barcos hundidos que afloran en la superficie, todo envuelto de oleaje y viento de noche. Aquiles estaba mejor, tomó un té con azúcar y al anochecer un caldito.
Decidimos no parar. A la mañana siguiente, vuelta a los vómitos y mareo. Le dimos reliveran y sorbos de agua con hepatalgina. Las gotas de Dramamine sublingual son tan asquerosas que le daban más nauseas. Con el mar más calmo y una navegación en popa más agradable, empezó a mejorar y probamos con medio comprimido de Aeromar, ¡santo remedio! Mantuvimos esa dieta mañana y tarde y no se volvió a marear. Mientras, Ezequiel y yo hacíamos guardias flexibles de tres o cuatro horas, las 24 horas. En mis horas de descanso yo no lograba dormir más que una hora, estaba en modo alerta y un cambio en la intensidad del viento, alguna ola más grande o un mínimo cambio en la vela, ya me despertaba. Al tercer día, la navegación era muy agradable, con viento de entre 12 y 20 nudos y las olas de popa. Ulises no se marea y venía comiendo yogur con copos y jugando como si nada. La música permanente en el cockpit nos hizo compañía mientras timoneábamos. Reservamos el piloto automático para hacer maniobras y para cuando el cansancio nos vencía, siempre controlando el nivel de carga de las baterías.
El cuarto día, el reel de la caña de pesca empezó a chillar. -¡Vir, guardá la vela! Chicos, ¡no salgan del cockpit! -¡Picó papá, picó papá! Después de las dos barracudas que habían salido antes y no habíamos comido por miedo a que tuvieran la toxina de la Ciguatera, nuestras expectativas con la pesca no eran grandes. El pez se había llevado un montón de línea y sin velas el Izarra avanzaba a 3 nudos. Ezequiel tardó un rato en traerlo. ¡Aleluya! ¡Salió un atún de unos 8 kilos! Lo comimos crudo, en medallones, a la romana y tipo mayonesa. ¡Una delicia!
Con el viento y las olas más calmos, la travesía se había transformado en un idilio de ansiados amaneceres después de largas noches. Una luna creciente que nos iluminaba durante las primeras dos guardias, luego la oscuridad era casi total.
Las estrellas mas brillantes que jamás vimos, en constelaciones diferentes a las de Buenos Aires -estamos en latitud 1º 20’ sur-. Las puestas de sol siempre sensacionales, inundando el cielo de rojo y naranja. El mar, color azul profundo, brillante. A la mañana del sexto día entramos en la Bahía dos Lençois y nos adentramos por uno de los canales entre las islas de dunas, bosques y manglares. Fondeamos frente al pueblito de pescadores de la isla homónima. Un gran desafío bien logrado.
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Por: Virginia Britos