LAS GRANDES CUASUALIDADES VI
Por Hernán Luis Biasotti,
Autor de Claves para la Navegación Feliz, y libros didácticos y de relatos marineros.
Grenada es mi isla preferida del Caribe. También, lógicamente, me gustan otras islas y rincones de ese mar, que es muy grande y no se limita a las Islas de Barlovento. Pero mi primera recalada en aquel mar luminoso, hace muchos años, fue allí y por eso es una especie de primer amor. Veníamos tan campantes, tres jóvenes muy tostados por el sol, a bordo de un velero de once metros cuyo motor había fenecido miles de millas atrás, navegando con compás magnético y sextante, sin motor ni ningún adminículo a batería, muchos de los cuales por otra parte ni siquiera estaban inventados aún. Nuestra última escala había sido en la isla St. Joseph, que junto con île Royale e île du Diable, forma el archipiélago de Salut, frente a Cayena en la Guayana Francesa. Entre ráfagas de viento noreste y chaparrones pasamos de noche por el norte de Tobago. Luego la baliza de Point Saline, extremo sudoeste de Grenada, que estaba apagada, pero igual viramos bien esa punta y justo allí a menos de cinco millas de entrar a puerto pescamos un atún de aleta amarilla con el curricán que nos habíamos olvidado de levantar al anochecer. Entramos en la laguna de St. George’s en plena oscuridad ¡Qué gloria, qué felicidad, qué inolvidable! No era fácil obtener información previa de aquellos sitios y era parte de la aventura ver con qué nos encontraríamos. Es una isla deliciosa y en aquel entonces más aún porque todavía no tenía aeropuerto y se mantenía –valga la redundancia– muy aislada y pintoresca. Una de las primeras cosas de las que uno se entera cuando estudia la geografía local, es que cada una de las islas del Arco Antillano es una montaña, mejor dicho un volcán, emergido de una cadena subterránea de chimeneas del magma terrestre alineada como los agujeros de una flauta.
Por suerte volví a Grenada unas cuantas veces. Una de ellas en un queche de 53 pies de bandera austríaca, cómodo, lujoso, equipado con todos los chiches. Mis tripulantes eran Rudi, propietario, y Pipo, un amigo suyo. Yo había traído aquel barco con Rudi y otros dos tripulantes europeos desde las islas Canarias a Guadalupe un año antes y tras vagabundear un poco para el norte y para el sur, volvimos a nuestros respectivos hogares. Después hicimos otras recorridas como se estila ahora que tomar un avión es casi como subirse a un colectivo. En uno de esos intervalos, el barco sobrevivió el 7 de septiembre de 2004, guardado en varadero, al huracán Iván, que destrozó Grenada. Pero eso es otra historia.
Lo que viene a cuento acá no es el huracán, sino un volcán. En la carta náutica, cerca del extremo norte de Grenada y a pocas millas de la costa, hay un pequeño círculo impreso con esta indicación: “Caution. Submarine vulcano. See Note”. O sea “Precaución. Volcán submarino. Vea la nota”. Entonces uno busca el recuadrito al costado de la carta donde está la nota y lee: (en inglés, obviamente) – El volcán submarino está monitoreado por el centro sismológico, etc. 1) Si hubiera leve riesgo de erupción, se emitirá por radio VHF Ch. 16 un alerta verde. 2) Si hay considerable riesgo de erupción, se emitirá alerta amarilla. 3) Si el volcán entra en erupción, se emitirá alerta roja.
Nuestra derrota desde la isla Carriacou hasta St. Georges pasaba justo, justo, por encima del circulito y yo la había trazado en lápiz. Rudi la vió y me preguntó –¿Se puede pasar por allí? ¿No es peligroso?
– Para nada –le contesté– he pasado muchas veces en diferentes viajes. Te digo más, el ferry que va y viene dos veces por día pasa exactamente por la misma derrota. Además llevamos la radio encendida y si hubiera peligro darían el alerta.
Confirmando lo que yo decía, al rato nos cruzamos con el ferry. Para el almuerzo, Pipo preparó ensalada de apio, especialidad suya, con atún en lata y tomate fresco, aceite de oliva, mayonesa y limón. Después de comer, Rudi se encerró en el camarote de proa a dormir la siesta. A Pipo le tocaba guardia de timón y para corresponder a su rica ensalada le ofrecí café, yo sabía que le encantaba tomar café recién filtrado.
Puse sobre la hornalla la pava con agua y mientras se calentaba desmonté los almohadones de la dinette para sacar de abajo del asiento una caja de herramientas para ajustar o arreglar no sé que cosa. El compartimiento era profundo y yo estaba metido de cabeza con los pies para arriba tratando de sacar la caja del fondo. La tenía trabajosamente a medio camino, cuando la pava, que era de esas que tienen un tapón silbador, comenzó a pitar. Pipo gritó desde la rueda del timón –¡Hernán, el agua está hirviendo! Yo oía, pero no iba a soltar la caja que ya tenía casi afuera, así que no hice caso. La pava pitaba como el demonio, cada vez más fuerte, y Pipo a los gritos –¡Hernán, Hernán, apurate que el agua está hirviendo!
Conseguí sacar la caja de herramientas y apagué el fuego. En ese instante Rudi casi me llevó por delante, pasó junto a mí corriendo como un caballo desbocado. Se asomó al cockpit oteando despavorido para los cuatro costados. –¿Dónde, dónde, adónde hierve el agua?
– ¿Qué te pasa Rudi? Es el agua para el café.
– ¡Ay, Dios mío. Qué susto terrible! Creí que era el volcán y que nos iba a tragar. Me fui a dormir obsesionado con la idea de que, si hacía erupción, el agua en ebullición iba a perder densidad, el barco se iba a hundir y todos íbamos a morir hervidos!
– ¡Eh, pará. Qué imaginación! Pensás demasiado ¿Vas a seguir durmiendo, o querés tomar café? Ω