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Los tripulantes catrascas – octava parte

Por Hernán Luis Biasotti, autor de Claves para la Navegación Feliz, y libros didácticos y de relatos marineros.

PERDÍ LA PISTOLA

Me metí en la cucheta casi convencido de que Rodolfo se iba a caer al agua. Era como una intuición y las intuiciones no son porque sí. De modo que antes de acostarme pensé “Cuando Rodo se caiga al agua yo voy a tener que salir corriendo al cockpit y me voy a cegar con tanto sol”. Así que por precaución, podría decirse que con meticulosidad, coloqué mis anteojos negros polarizados en la taquilla, bien a mano, fáciles de encontrar de urgencia.

Yo había estado de guardia aquella madrugada desde las cuatro hasta las ocho. Amaneció una mañana espléndida, clara, tibia, de brisa suave por la aleta. El velero de cincuenta pies, de proa lanzada y popa mediterránea, cortaba silenciosamente la superficie del océano azul cobalto dejando una estela longilínea casi imperceptible. Íbamos por el Atlántico Tropical, latitud 15º 50’ S, longitud 30º 37’ W. Hacía treinta y cinco días que habíamos zarpado de St. Maarten, en el Caribe, y faltaban poco menos de mil millas para nuestro puerto de destino, Angra dos Reis. Cinco semanas sin ver tierra, y la costa más próxima estaba a cuatrocientas ochenta millas (demasiado lejos para llegar nadando). Con mayor y genoa, íbamos rumbo al SSE a cuatro nudos.

“Se va a caer” – pensé – “pero él sabe perfectamente que una de nuestras reglas es que si salimos afuera de los guardamancebos a la popa escalonada, siempre tenemos que estar atados”. Ese era un detalle importante, porque no había más nadie a bordo. Mi tripulante me había anunciado su intención de cambiar el vidrio roto de la luz de alcance y de sellar con la pistola de siliconas el repuesto que habíamos improvisado con un envase de plástico. A riesgo de parecer cargoso, lo último que le dije mientras me retiraba del cockpit fue – “Si trabajás en la plataforma de popa, no te olvides de ponerte el arnés”. Y alcancé a oír su respuesta sincera mientras bajaba por la escala de la cabina -“Sí, sí, seguro, por supuesto”.

Pronto caí en ese sueño profundo en el que uno se sume después de una guardia nocturna y, quizás dos horas después, unos gritos distantes me sacaron de la cucheta de un salto –“¡¡Hernán, Hernaaaaaán!!”.

-“Se cayó al agua”- murmuré para mis adentros, mientras husmeando como un topo y en un movimiento premeditado estiré la mano hasta los anteojos Polaroid y salí como un rayo a donde el sol era puro fuego. En la estela, veinte metros atrás, venía Rodolfo levantando bigotes a remolque de las dos líneas de los curricanes que arrastrábamos, gruesas como cordones de zapatos. Puse el barco al viento al mismo tiempo que desadujaba nuestro cabo multiuso, que siempre llevo en el balcón, y se lo lanzaba a las manos. El salvavidas no hacía falta. Rodolfo trepó como un gato, jadeante, proclamando entre su bronca y el julepe inevitable –“¡Perdí la pistola, qué bolu.., perdí la pistola. Me caí por no soltarla y al final la tuve que largar. Pero qué bolu.., cómo se me perdió!”.

Evidentemente se había confiado en el mar calmo y salió a la plataforma de popa sin arnés. Mientras ponía el sellador usando con las dos manos la pistola aplicadora, perdió pie y por no soltarla se cayó. No le reproché nada. Él tampoco dijo más nada, ambos sabíamos que la pistola era lo que menos importaba. Recién dos días más tarde, mientras almorzábamos muy felices, me mostró que en el antebrazo izquierdo todavía tenía dos largas rayas rojas que le habían marcado las líneas de pesca.

Allí se dio por terminado aquel asunto. De ese episodio grave podría inferirse que este tripulante es un catrasca, pero no lo es. Y para demostrarlo, es justo contar una acción reciente de este excelente tripulante a quien Neptuno bautizó Pez Volador en su primer cruce del ecuador por la admiración que le provocan esos peces notables: Este mismo invierno, varios años y varios viajes juntos después de aquella zambullida inesperada, veníamos con un crucerito de dos motores con pata dentro-fuera desde Itajaí a Buenos Aires. Un motor se había descompuesto, y era justamente el que hacía funcionar la bomba hidráulica de dirección. El timón, un pequeño volante tipo automóvil de Fórmula Uno, se había puesto tan pesado de mover sin servo que era casi imposible gobernar. Le amarré un caño cruzado, que al sobresalir unos quince centímetros de cada lado lo convertía en una rueda de timón con dos cabillas, un poco más manejable. Llegando de noche a Río Grande do Sul, donde teníamos que entrar forzosamente a hacer gasoil y de paso reparar ese motor, había tanta niebla que la visibilidad era nula y fondeamos afuera de las escolleras hasta que amaneció.

Amanecer es un decir. Tuvimos que esperar hasta las nueve de la mañana para tener unos cien metros de visibilidad. Entonces, con plotter y radar, encaramos la entrada entre las escolleras yendo bien por nuestro costado de estribor en el ancho canal. El radar estaba lleno de ecos falsos en las escalas de corta distancia, el Pez Volador timoneaba tratando de taladrar con la vista la cerrazón. De pronto, giró con toda su fuerza la improvisada rueda de timón, todo a estribor, al tiempo que gritaba ¡Hernáaan! Recién entonces, yo que estaba junto a él, vi el monstruoso pesquero de fierro que se nos apareció a cincuenta o sesenta metros viniéndose encima de frente y con sus dos largos tangones abiertos a cada banda. Atiné a hacer sonar nuestra pitada y vi que el pesquero daba máquina atrás porque no alcanzaba a alterar su propio rumbo. La esquivada salvadora fue un acto reflejo y sin dudar en la maniobra, funcionó con un solo motor y a pesar de lo que costaba mover ese timón. Definitivamente, Rodolfo, el Pez Volador, perdió con esa acción cualquier derecho a ser declarado tripulante catrasca que pudiera haber adquirido por hacerse el equilibrista sin arnés en el medio del Atlántico. Cualquier semejanza con la realidad, no es pura coincidencia. Ya que este prontuario no perjudica la reputación del tripulante, sino todo lo contrario, esta vez los nombres son los reales. Ω

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