Esta isla de interior verde tropical y ocre volcánico es un pequeño edén atlántico, tapizado de bosques de laurisilva y huertos que descienden hasta una costa de acantilados y piscinas marinas.
Año tras año, el archipiélago de Madeira recibe reconocimientos como mejor destino insular de Europa. Recorrer sus dos islas principales, Madeira y Porto Santo, permite descubrir la variedad paisajística y la idiosincrasia de la Macaronesia, cuya apabullante naturaleza de origen volcánico remite a tiempos muy antiguos. En su poema épico Los Lusiadas, Luis de Camões narraba el paso por la isla de Madeira, llamada así, decía, por su «mucho arbolado». Y añadía: «más célebre por nombre que por fama; no por hallarse en los confines del mundo le dan ventaja las que Venus ama», en referencia a las islas griegas, pues Madeira representaba para el Portugal de la época de los descubrimientos lo que Chipre, Cnido, Pafos y Citera para los poetas clásicos.
Esa fue la sensación que tuvo el poeta portugués hace cuatrocientos años, la misma que hoy todavía se intuye cuando recorremos Madeira y Porto Santo, las dos islas principales y únicas habitadas del archipiélago portugués, integrado también por las Desiertas, tres islas rocosas en el sureste que están declaradas Reserva Natural. Y por las Salvajes, un archipiélago independiente pero perteneciente a la región autónoma de Madeira, que destaca por ser un santuario ornitológico y albergar especies botánicas de gran valor, entre ellas numerosos endemismos.
DESDE PICO DO ARIEIRO HASTA PICO RUIVO
La actividad volcánica, sus numerosos microclimas –casi tantos como paisajes diferentes–, y el capricho de los vientos alisios han dado forma a las diferentes islas. Aterrizar en Madeira es hacerlo sobre una enorme roca de origen volcánico regada por la brisa marina, cuyo inconfundible aroma a salitre llega incluso hasta los recónditos bosques del interior de la isla. Entre el nivel del mar y los 1.861 metros del pico Ruivo, el punto más alto de Madeira, encontramos impresionantes acantilados, extensos bosques de laurisilva, viñedos casi verticales y hermosas localidades marineras.
En Madeira hay que tener muy en cuenta un par de cosas. La primera es que hay pocas carreteras rectas, las tenemos serpenteantes, algunas son estrechas, otras ascienden y descienden de manera abrupta, casi vertical, por lo que es inútil calcular las distancias en kilómetros. Además, al ritmo lento que impone el asfalto se une el asombro que causan los paisajes a nuestro paso, por lo que la marcha necesariamente será lenta. Esto debe tenerse en cuenta a la hora de planear los itinerarios. La otra cuestión es que se trata de una isla para caminarla, preferentemente en las horas más tempranas del día a fin de evitar las aglomeraciones de los lugares más emblemáticos.
PUNTA DE SAN LORENZO
Sabiendo esto, inicio el viaje dirigiéndome al sitio por el que Madeira ve asomarse al sol cada mañana: la Punta de San Lorenzo. Para alcanzar el extremo oriental de la isla hay que caminar una hora a buen ritmo desde el aparcamiento habilitado para los vehículos, así que, con la idea de asistir en primera fila al espectáculo del amanecer, hago todo el trayecto ayudado por la luz de un frontal, sin más compañía que el sonido de mis pasos sobre el sinuoso sendero de tierra que conduce hasta el punto más oriental. Al llegar, sopla un ligero viento y el Cinturón de Venus todavía es visible en el cielo, preludio de un limpio amanecer que va tiñendo de tonos rojizos y rosados los islotes de Cevada y Farol, sobre los que sobrevuelan numerosas aves que han encontrado allí el acomodo necesario para anidar.
SANTANA
Continúo la ruta por el norte de la isla. A apenas media hora de camino me detengo en la localidad de Santana, cuyo paisaje fue calificado de inverosímil por Paul Bowles en su crónica viajera Desafío a la identidad: «Es como si un pintor decimonónico con inclinaciones barrocas hubiera inventado una campiña para satisfacer sus fantasías personales». Y continuaba: «Hay en el lienzo detalles pictóricos de una índole poética que habrían parecido apropiados a un hombre así: un fondo alpino con una alta cascada, prados de un verde increíble con manchas de flores innecesariamente brillantes aquí y allá, y coquetas cabañas con techos de paja muy inclinados que llegan hasta el suelo y están cubiertos de rosas trepadoras».
Las cabañas a las que se refería Paul Bowles son las casas de Santana, la imagen más icónica de la arquitectura madeirense. Estas construcciones pintadas de blanco, rojo y azul son una prueba muy evidente del aprovechamiento de los recursos disponibles por parte de la población. De estructura de madera, su rasgo más distintivo es el tejado de paja obtenida de la siega del trigo y del centeno, inclinado hasta casi tocar el suelo para facilitar el drenaje del agua de lluvia. La parte superior de la casa era utilizada para almacenar los productos agrícolas, en la inferior estaba la vivienda, consistente en poco más que una cocina y un pequeño dormitorio.
CALDEIRÃO VERDE
Me dirijo al inicio de la ruta de la levada de Caldeirão Verde. El perfil montañoso de la isla de Madeira retiene los vientos alisios en la cara norte, donde abunda la laurisilva, un tipo de bosque subtropical húmedo del periodo terciario que un día pobló todas las islas de Macaronesia, del que hoy apenas quedan algunos reductos y que se alimenta gracias a que sus hojas retienen la humedad de las nubes. Las levadas son complejas redes de canales de irrigación que se empezaron a construir en el siglo XVI y que conducen el agua de esos bosques hasta el sur de Madeira; en esta región de clima más seco se concentraba la producción agrícola –primero caña de azúcar y, a partir del siglo XVII, de viñedos– y la mayoría de la población.
Hasta aquí la explicación histórica, pero según voy avanzando por el camino que lleva al gran salto de agua de Caldeirão Verde, me parece estar ante un verdadero pacto de caballeros con la naturaleza, en el que cada una de las piedras que forman las acequias fue tallada y colocada a mano de manera elegante, sin intención de molestar, para recoger el preciado bien de la manera más respetuosa posible. El sendero, a ratos tan estrecho que solo permite el paso de una persona, se va adentrando en un bosque de laurisilva cada vez más denso, con las piedras cubiertas de musgo y el agua cayéndote sobre la cabeza de tanto en tanto, como para recordarnos quién tiene la culpa de tanta exuberancia. Las recientes lluvias han aumentado el caudal de la cascada al final del camino y su presencia se siente desde un buen trecho antes de llegar. La lenta erosión ha formado una enorme oquedad en la pared de roca por la que se precipita el agua desde un centenar de metros de altura, cayendo en una poza de circunferencia perfecta e intensa tonalidad verde.
Entre las levadas más populares cabe destacar la de 25 Fontes, cuyo itinerario tiene un desvío que permite sumar la del Risco en la misma excursión y, de esta manera, alcanzar una de las cascadas más espectaculares de toda Madeira. Paul Bowles también habló en su libro –cómo no– de los vinos de Madeira. Sobre el sercial, del que dio buena cuenta en las cantinas de Funchal, decía que era muy seco. En cambio, la malvasía, el boal y el verdelho, le parecían demasiado dulces para su paladar americano.
QUINTA DE BARBUSANO
Lo cierto es que los vinos de Madeira se han ganado desde hace tiempo los elogios del mundo de la alta gastronomía. Para com probarlo en persona llego hasta la Quinta de Barbusano, una de las bodegas madeirenses con larga tradición vinícola. Desde la terraza de esta finca se tiene una vista privilegiada de la capilla de Nuestra Señora de Fátima, la cual tiene únicamente una torre campanario cuya singularidad radica en que se puede ver un reloj funcionando en cada una de sus cuatro caras. El fin no era otro que facilitar que los agricultores supieran la franja horaria en la que tenían derecho a regar, independientemente del punto cardinal en el que se localizaran sus fincas. Al ver el paisaje en el que crece el viñedo, casi vertical, es fácil intuir la dureza del trabajo diario de los viticultores, especialmente durante el periodo de vendimia, cuando tienen que cargar con cestas llenas de uva por farragosos y empinados senderos.
SEIXAL
Siguiendo el viaje por la costa norte llego a la localidad de Seixal y sus piscinas naturales, conocidas como Poças das Lesmas. Las piscinas, que se formaron por el lento enfriamiento de la lava, están cercadas por roca volcánica y su configuración permite la entrada permanente del agua del mar, que se amansa una vez en el interior. El agua absolutamente cristalina es toda una invitación a relajarse mientras nos asomamos al océano Atlántico, que se bate con fuerza al otro lado de la barrera.
Los accidentes geográficos debidos a la actividad volcánica son una constante en toda la costa. Entre los más populares –y fotogénicos– se encuentran los islotes de Ribeira da Janela. Estas protuberancias pétreas son especialmente hermosas al amanecer desde la playa de cantos rodados y guijarros de la localidad homónima. El nombre le viene por la abertura que se puede ver en la cima de una de esas enormes rocas, que recuerda a una ventana, janela en portugués.
BOSQUE DE FANAL
La siguiente parada es un lugar que encaja perfectamente en esa tipología de masa forestal que llamamos «bosque de cuento». La etiqueta es particularmente acertada durante los frecuentes días en que la niebla forma madejas que se enredan entre las ramas de sus centenarios tiles (Ocotea foetens), otorgando a los troncos y a las ramas un aspecto casi fantasmagórico. El pie de los árboles rodeado de musgo, algunos arroyuelos y el sonido de los cencerros de las vacas paciendo, cuya silueta se dibuja en la húmeda neblina, acaban de completar el idílico paisaje. Que la zona esté clasificada como Reserva de Descanso y Silencio describe perfectamente la paz que se siente al caminar hasta la pequeña cima de la zona boscosa.
PONTA DE PARGO
De vuelta a la carretera costera, voy dejando una y otra vez la ruta principal para adentrarme en vías secundarias o entre las calles de pequeñas localidades para llegar hasta los vertiginosos acantilados que se suceden a lo largo del noroeste de Madeira. Los miradores de Boa Morte y de Garganta Funda me devuelven impresionantes vistas del litoral, pero es el del faro de Ponta de Pargo el que más me atrae como para quedarme a ver el atardecer. El perfecto disco solar se va escondiendo tras el horizonte mientras el faro lanza sus guiños a los navegantes.
CON ESPÍRITU MARINERO
La visita a las localidades marineras de Ponta do Sol y Bahía Cámara de Lobos, de bello, colorido y amontonado caserío que llega hasta la misma playa, preceden la llegada a Funchal. Deambulo por la capital insular sin prisa, pasando de la plaza del Municipio, con sus elegantes edificios y un pavimento abstracto que juega con el luminoso blanco y el negro de la lava volcánica, a las callejuelas de la Ciudad Vieja, donde me llama la atención la iniciativa Puertas Pintadas, que llevó a la comunidad artística a decorar con su obra las puertas y fachadas de numerosas casas, convirtiendo el barrio en una gran galería de arte al aire libre.
Guiado por el aroma, me asomo a la fábrica de galletas Santo António para comprar las tradicionales tortas y broas o galletas de miel de caña. Entro en el mercado de Labradores, donde los vendedores exponen su oferta de frutas tropicales apiladas en estéticas cestas de mimbre: chirimoyas, mangos, papayas, pitayas rosadas y amarillas, por no hablar de la gran variedad de especias, un mundo de colores que convence a la vista mucho antes de probar esos frescos bocados.
El viaje por Madeira finaliza con otro amanecer mítico de la isla: haciendo la ruta a pie entre los picos Arieiro (1.818 m) y Ruivo (1.862 m). Durante la primera parte, el sol se filtra entre el mar de nubes y tiñe de irrealidad el dramático paisaje volcánico. Cuando las temperaturas suben lo suficiente, las nubes se empiezan a disipar y se alcanza a ver Porto Santo, la isla vecina. Pese a que el tiempo de vuelo anunciado entre ambas islas es de veinte minutos, en apenas doce aterrizamos en ella.
PORTO SANTO
Con poco más de 40 km 2 y un perfil mucho más plano, no se queda atrás en variedad y espectacularidad de paisajes. Aquí todo es más pequeño: los madrugones son menos porque todo está más cerca, las distancias a pie más cortas y la altitud menor, ya que el punto más alto de la isla, el pico do Facho, apenas se levanta quinientos metros sobre el nivel del mar. Es esta una isla más calmada, con una temporada alta que se reduce a las semanas centrales del verano.
Un par de jornadas de excursiones, algunas de ellas en un vehículo todoterreno, me sirven para conocer los lugares más importantes, geológicamente hablando, de Porto Santo: las curiosas formaciones basálticas prismáticas del pico de Ana Ferreira, los amaneceres en Porto dos Frades con vistas al faro del islote de Cima y los atardeceres en Punta da Calheta, las playas escondidas de Zimbralinho, las piscinas naturales de la playa de Salemas o las aguas de color turquesa con largos arenales que encontramos en el sur de esta isla, que forma parte de la red de Reservas de la Biosfera de la Unesco.
Por Rafa Pérez – Viajes National Geographic