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El Río me enseñó

Por Gustavo Revel

Todos tenemos problemas. La vida perfecta es una expresión de deseo que se sueña, se anhela, y me animo a decir que no es real. Tarde o temprano, los problemas llegan. Para cada uno de nosotros, los problemas nos duelen: en el alma, en el cuerpo, en el corazón… nadie escapa a ello pero, en verdad, los problemas son para cada persona como el umbral de dolor: algunos gritan y sufren y otros ni siquiera se inmutan.

Si hay problemas hay soluciones. Siempre. Y las soluciones surgen de la vida misma, de ese manotazo de experiencias que sumamos día a día, casi sin darnos cuenta.

Hoy tuve un problema y, por esas cosas del destino, estuve muchas horas en el río, en el barco, solo, mirando un río extremadamente transitado, con una marea alta en bajante, mientras el  sol empezaba a dar sus primeros  síntomas  de que su tiempo  estival estaba en retirada.

Hoy el río me enseñó mucho más de lo que yo pensaba que sabía. Hoy mis ojos y mente estaban en sintonía: observé, en cámara lenta cada situación: los  barcos, la gente a bordo, los diferentes paisajes, el pasaje de agua, las olas, todo tipo de situaciones  que se iban sumando a través de las horas que pasaban, cada detalle de lo que acontecía a mi alrededor; el río te ofrece una verdadera fuente de sabiduría, que nunca vi, pues sólo uso el río para mi placer personal. Justamente, el río me enseñó la lección que no se debe usar a nadie, considerando que él me proporciona un rato de bienestar y descanso  navegando o haciendo las actividades que nos gustan: el río simplemente pide a cambio respeto; respeto a su entorno, a su flora, fauna y la imperiosa necesidad de que no lo contaminen. Casualmente, en la vida, quien usa a alguien – usar en el término que todos entendemos como abusar de su gentileza- o ser usado en cualquiera de las situaciones imaginable es, además de vileza de gente mediocre y aprovechadora, una verdadera falta de respeto. El río dejará que lo uses, sólo si lo respetas.

Mientras navegaba veía, con tristeza, toda la basura que el río había depositado en las costas luego que la gran creciente comenzaba su lento descenso: ramas, botellas, plásticos, bolsas, cajones y miles de elementos que son contaminantes. El río me enseñó que las cosas se devuelven, porque no son propias. El río se encarga de juntarte casi todo lo que la gente, limitada de mente o educación, tira al agua, a propósito o por error, es igual; el río devuelve lo que no es suyo. Obviamente, devuelve lo que está a flote. Lo que está en el fondo es una herida certera al ambiente, y el río también lo devuelve de su peor manera: contaminando. En la vida pasa lo mismo. Uno puede lidiar con los problemas triviales y devuelve con gentileza, muchas veces al día, toda la basura que flota en una charla, cargada de rencor, envidia, bronca, frustración, recelo, que el prójimo pone, con especial énfasis, en los temas más simples –o no- sobre nosotros. Con frecuencia la vida nos marca con heridas importantes, esas que llevamos dentro, las que casi nunca cicatrizan, y en el momento menos pensado explotan y somos contaminantes, como el río. Si no podemos sacar nuestro contaminante interno, nuestro real problema será que contaminaremos a todos, incluyéndonos. El río es paciente, y aunque esté lleno de heridas, espera el momento oportuno para sacar a la luz su verdadero estado. El río nos enseña a ser pacientes y a sacar, en el momento oportuno lo que tenemos dentro, lo peor, lo doloroso. Así, con ayuda, podremos curarnos. Quizás seamos más afortunados que el río…

El río impone sus tiempos. No es bueno apresurarse al navegar. Ni en la vida. No siempre resulta como se piensa. Si hay algo que tenemos en nuestra cultura náutica es el poco respeto a la navegación segura, serena, cumpliendo con los derechos de paso, a baja velocidad y disminuyendo la misma si vemos una embarcación detenida o fondeada. Justo enfrente mío se produjo un gran congestionamiento, barcos que pasaban a alta velocidad, algo muy riesgoso; hasta que el río pone su impronta, con olas de magnitud que hacen que las embarcaciones grandes, medianas y pequeñas comiencen a desplazarse con incomodidad y peligro. Luego de un momento de estresante movilidad todo vuelve a la calma: los más grandes insultan al resto, sin haberse inmutado del daño causado, siguiendo su curso, mientras que los más chicos miran, con tristeza, lo acontecido. En la vida sucede lo mismo; cuando los problemas aparecen, tenemos la sensación de que estamos verdaderamente solos; algunos nos ignoran, como los barcos grandes, otros sabiendo de la necesidad, miran a otro lado… cada uno intenta rescatar su barco sin importar cómo. Solamente el río pone orden en determinados casos, haciendo que todos vuelvan a navegar en forma segura, ya que los excesos hicieron encrespar sus aguas, e hizo  que todos presten atención y naveguen a velocidad moderada. Nuestra vida es igual. Cuando los problemas llegan al punto extremo, es allí donde debemos aprender del río: el momento exacto en que las olas nos obligan a bajar las revoluciones, pues sino, nos vamos a perjudicar. El río nos enseña a ser pacientes, a ser pensantes, a ser cautos, a esperar las olas grandes que nos desacomodan para demostrar nuestra pericia en sortearlas, estar atentos, en pensar los movimientos que vienen. También aprendemos que aunque tengamos miles de horas de navegación, el río nos puede sorprender con una nueva tormenta; como en la vida misma. 

A las pocas horas se repite la escena; descontrol de velocidad, derechos de paso y el río encrespado hace que un par de jóvenes den vuelta campana con su precaria canoa. Afortunadamente, pude ver la solidaridad de muchos nautas que, en forma poco profesional –pero no va al caso -, asistieron en forma inmediata a los dos jóvenes remeros, quienes, desprovistos de chalecos, pasaron momentos de angustia. Después del hecho, todo pareció congelarse. Todos navegando despacio, curiosos, mirando la situación ya controlada. La Prefectura hizo su aparición para… labrar un acta… y quienes dieron una mano en ese momento, quienes se acercaron a ayudar, a tirarse al agua para socorrer al desvalido, ya no estaban.  Cumplieron su misión y se fueron. Casualmente, en la vida cotidiana, muchas veces sucede lo mismo. Cuando estamos en crisis, en una situación desesperada, la mano tendida es tal vez, de la persona menos pensada, de esos que salieron de la nada, esos ángeles que Dios pone para ayudarnos y desaparecen mágicamente. No te dan tiempo para agradecerles, ellos vuelven a su rutina, con el deber cumplido. El río hace, a pesar de mi negativa al respecto, que haya mucha gente que sabe y siente que la cultura y los códigos de la buena navegación son indispensables, que son mucho más que reglas de convivencia. El río nos enseña a vivirlo y nos da lecciones especiales que aplican a la vida misma. El río es vida pura. El río nos regala su agua, su sol, su viento, nos alimenta física y espiritualmente. Cada minuto que pasaba, encontraba otra increíble lección de vida. En un punto, empecé a dudar sobre mi estado de percepción, entendiendo que tal vez, por algún motivo, uno hace estas comparaciones por simple perspectiva o por un estado anímico algo sensibilizado. Pensé bastante al respecto, sin muchas respuestas. 

Con un café muy caliente como acompañante, levanté el fondeo tensado por la gran bajante y puse marcha lenta hacia la amarra, en la elocuencia del silencio. Mientras timoneaba, quedé con la vista perdida en el horizonte, como único testigo del regalo que Dios me ofrecía en un magnífico atardecer. El río bajaba fuerte, en su eteno camino en busca del mar, al igual que nosotros, buscando nuestro destino. El agua pasaba con una velocidad sostenida, arrastrando todo a su paso. Y me di cuenta que al pensar que el “agua pasaba”, nos olvidamos de nosotros mismos. El agua pasa, el río siempre queda; la vida queda, y los que pasamos por ella, sin danos cuenta, somos nosotros.

barcos@barcosmagazine.com

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