PRIMERA PARTE
Por Hernán Luis Biasotti,
Autor de Claves para la Navegación Feliz, y libros didácticos y de relatos marineros.
Sería injusto con la chusma de proa si en la crónica de quienes no se destacan precisamente por sus aciertos no mencionara ningún capitán catrasca. A pesar de su alta investidura, que los hay, los hay.
Esto sucedió en viaje de regreso a San Isidro desde Río de Janeiro con un crucero que habíamos llevado a pasar las vacaciones de verano. Hicimos escala en la Laguna de los Patos para reabastecernos de combustible y esperar que amainara un viento del sudeste que además, como de costumbre, venía con lluvia. Un par de amigos, socios destacados del club de Río Grande, se me apersonaron a bordo con un pedido inusual.
– Queremos pedirte un favor especial –me dijeron- ¿Ves aquel velero de fierro amarrado contra el otro muelle? Es un Roberts 53, flor de barco, viene de Porto Alegre y todavía nunca pasó de la laguna para afuera, está por salir al océano. El dueño es buenísima persona pero casi no sabe navegar. Queremos pedirte que hables con él y le abras los ojos, que le expliques que al mar no hay que faltarle el respeto, que se puede poner peligroso.
– ¿Pero cómo yo voy a meterme a sermonear a una persona mayor de edad, que no conozco y que ni siquiera me ha pedido un consejo? –respondí bastante sorprendido- Él está en todo su derecho de hacer lo que quiera con su barco.
– Permití que te expliquemos mejor: el problema es que empleó años en construirlo y nada de tiempo en hacer experiencia. Nadie quiere acompañarlo porque saben que no sabe. Su único tripulante es un muchachito ilusionado con viajar que tampoco tiene ni idea. Por favor, hablale a ver si a vos te hace caso. No queremos que les pase algo malo.
Pensé que no iba a meterme, pero al día siguiente los dos mecánicos y el marinero que formaban mi tripulación, me trajeron noticias que me hicieron cambiar de actitud.
– Estabas equivocado ayer cuando te preguntamos cuantas millas faltan para llegar a casa – me dijeron muy excitados- No son cuatrocientas diecisiete, estamos más lejos. El señor del barco Tajo, aquel velero de hierro, midió en su carta náutica y nos dijo que faltan quinientas diez (las cifras son reales, el nombre del barco está cambiado).
Los miré entre incrédulo y sobrador y les repliqué algo así como – Ustedes no tienen que andar por ahí verificando si las cosas que les dice su capitán son ciertas o no. Tienen que confiar en mí sin dudar. Yo sé lo que les digo, y ese buen señor que no conocemos les dijo una burrada.
-¿Pero cómo? ¡Está por salir a dar la vuelta al mundo por la ruta de Magallanes, el tipo debe saber un montón!
– Pónganle la firma, desde acá son cuatrocientas diecisiete millas, ni más ni menos. Vengan conmigo hasta el Tajo y les voy a mostrar cómo midió ése que no sabe medir, y cómo se mide bien.
Y allí fuimos todos en comisión auditora.
– Buen día, amigo -me presenté- Me han hablado de usted y vengo a conocer su barco y a que me cuente acerca del viaje que va a hacer.
El hombre era un portugués corpulento, de unos sesenta años de edad. Me recibió amablemente con su amplia sonrisa y me guió por todo el barco describiéndome con entusiasmo detalles de acabado que le habían costado mucho tiempo y dinero; hasta había grabado en cada molinete el nombre Tajo, río de su patria natal. Refirió que había emigrado muy joven y, empezando de abajo, había logrado una buena posición económica en el rubro gastronómico. Ya retirado, estaba a punto de cumplir el sueño de su vida.
– Voy a ir de acá a Norteamérica y luego a Portugal. Desde allí repetiré el viaje histórico de Magallanes y Elcano ¿Quieren oír el discurso que voy a dar cuando haga mi entrada triunfal al finalizar en Lisboa? – Y sin esperar respuesta puso a funcionar a volumen alto un grabador que dejó oír su voz declamando vibrante y emocionada: – “Señor Presidente de la Nación, Señores Senadores y Diputados, Señorías de la Suprema Corte … Directores y Directoras de las escuelas primarias y secundarias y universidades de la Nación, bla, bla, bla… Autoridades, Fuerzas Vivas, Señoras y Señores, Amado Pueblo de mi Patria. En este día histórico, bla, bla, bla… en esta ocasión memorable, etc. etc.” – y así siguió aquel discurso grandilocuente durante varios minutos interminables. Con los ojos beatamente cerrados escuchaba y se veía a sí mismo arribando ante la multitud reunida para vivarlo en su día de gloria.
Supuse que se deleitaría escuchándolo una y otra vez a solas en sus ensoñaciones. Por piedad cambié de tema. – Estimado capitán, acá me dicen mis muchachos que yo calculé mal la distancia hasta nuestro puerto de destino ¿Podría Ud. repetir la medición en su carta para verificar?
Inmediatamente puso la carta náutica sobre la mesa y tomando el compás de punta seca midió prolijamente quinientos diez minutos de arco EN LA ESCALA DE LONGITUDES.
– ¡Ah, ya veo dónde está la diferencia! Comenté sin enfatizar demasiado su error. Lo que pasa es que la distancia debe medirse en la escala de las latitudes: márgenes derecho o izquierdo de la carta, no arriba y abajo en las longitudes.
– ¿No es lo mismo?
– No, no es lo mismo. Fíjese que si mide MINUTOS DE LATITUD, QUE SON MILLAS, le va a dar la distancia correcta: cuatrocientas diecisiete millas. Si no toma esto en cuenta, alguna vez podría tener un accidente.
– Voy a tener que repasar los libros –dijo él sólo sin que yo se lo aconsejara. Y con ese modesto aporte consideré cumplida mi misión pues era evidente que no habría modo de disuadirlo.
Partió y después de algunas metidas de pata de antología, que serían cómicas si no hubieran terminado mal, se varó unos pocos cientos de millas al norte en los bancos de la entrada de otro puerto del litoral brasileño. Él y el tripulante se salvaron, el Tajo fue pérdida total. Ω