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EDICIÓN IMPRESA – NAVEGANDO EL IZARRA

Comiendo millas

Acarajé, capoeira, música, arquitectura portuguesa, calor, agua transparente y bastante inseguridad. Salvador de Bahía es una ciudad de extremos opuestos. La pobreza masiva y miserable, convive con la música alegre y el baile desinhibido en la calle. El Pelourinho, centro histórico al que se llega en ascensor, te transporta en el tiempo 300 años atrás, a un cuento Bahiano de conquista y esclavitud. El resto de la ciudad está compuesto por imponentes bellezas arquitectónicas en terrible decadencia, mezclados con espantos de la modernidad.


Donde la Bahía de todos Los Santos desemboca al mar, se encuentra el Forte de Santo Antonio que alberga el Farol da Barra, el primer faro de las Américas. Paseamos por la rambla peatonal del barrio homónimo, con playas que dan a la bahía y otras abiertas al océano. Los arrecifes forman piletas naturales donde la gente se mete a hacer la plancha y las laderas del morro donde está el fuerte, sirven de mirador al poniente. Luego de unos días cruzamos la bahía navegando, rumbo a la isla de Itaparica. Rodeando el extremo norte, llegamos a un fondeadero tranquilo. Todos los días, cuando baja la marea, aflora un gigantesco banco de arena donde, mezclados entre los locales, juntamos chimbinhos, almejitas comestibles.


Hay una marina nueva, que por algún motivo aún no está inaugurada y reciben a los barcos de manera gratuita. El encargado, se apiadó de nosotros y nos prestó la futura cocina del restaurante de la marina, para reparar nuestro timón. Hasta peló los cables eléctricos e hizo conexiones caseras para transformar 110v en 220v para nuestra amoladora. Los brasileños nos han tratado muy bien en todos lados y se han ganado nuestro cariño y respeto.


Finalmente, de vuelta en Salvador, llegó el gran día. Temprano, levamos ancla y entramos a Bahía Marina para sacar el barco a tierra y reparar el skeg quebrado. El Izarra debe entrar marcha atrás en los travelifts y preventivamente nos vinieron a ayudar con una lancha. Fue un caos. El barco quedó atravesado, después casi se mete en un rincón con piedras, y todos gritaban en Bahiano. Cómo no había viento ni corriente, no había real peligro y nosotros lo vivimos como una experiencia divertida, muy brasileña.


Pasamos dos semanas trabajando en el varadero. Nos embadurnamos en fibra de vidrio, resina, masilla, pintura y thinner, gastamos un montón de lijas y rompimos una mecha del taladro. Todas las tardes, después de una merecida ducha, íbamos a un restaurante “a la balanza” donde te servís todo lo que querés cuantas veces quieras y te pasan el plato, fino, fino. De ahí, caminábamos 3 cuadras, siempre en un ambiente de música y fiesta, entre puestos callejeros de frutas exóticas, verduras, condimentos picantes y mucha gente que vive en la calle, hasta el Hostel Torre Bahía. Neuza, la dueña, con sus ojos celestes y su pelo y rasgos bien africanos, nos recibió como una abuela. Orgullosa Bahiana, nos contó todo tipo de historias de su ciudad, mientras desayunamos en la enorme mesa comunitaria de la cocina. Al final nos confesó que cada día, cuando aplazábamos la vuelta del Izarra al agua, ella se alegraba, porque disfrutó mucho de nuestros chicos, que jugando con sus cinco gatos, le revolucionaron el ambiente del hostel.


Cuando salimos del cajón del travelift por nuestros propios medios, timoneando con la rueda, cómo debe ser, sentimos un alivio enorme: el barco volvía a estar entero. Fondeamos frente al Elevador Lacerda y en el mismo, subimos a despedirnos del Pelourinho, con un último acarajé, servido por una Bahiana con abultado vestido de broderie, volados, escote y turbante altísimo.
El Windy mostraba viento del este. En la primavera y verano la tendencia es hacia el noreste -de proa- y junto a la corriente en contra de 1 nudo, hacen la travesía casi imposible. Teníamos que aprovechar ese viento del este. Fuimos al supermercado. Al día siguiente, navegamos hasta Itaparica para probar el timón reparado y de paso cargar los tanques con agua mineral que sale de un manantial centenario. Con todo listo, dejamos Bahía y durante 3 días navegamos en un borde de ceñida, las 400millas náuticas hasta la capital pernambucana. El mar estuvo más calmo que en todas las singladuras que hicimos desde Piriapolis. Una manada de delfines nos acompañó un buen rato jugando con nuestra proa. ¡Un placer! Soplaban 12 nudos y de noche nos iluminaba media luna.
Recife es una ciudad muy populosa, llena de rascacielos, pero solo los vimos desde el mar. Entramos al puerto para descubrir que el agua era un asco. El olor a cloaca es fuerte, hace calor terrible, hay mosquitos y las playas están infestadas de tiburones peligrosos. Nos dio mucha pena ver gente colando el barro maloliente, para conseguir bivalvos para comer. Luego de estar fondeados frente a una favela durante una hora esperando la marea alta, entramos por una canaleta al Cabanga Iate Clube. Disfrutamos de una infraestructura a todo trapo. Nadamos en la pileta, los chicos fueron a los juegos, les dimos clase en la galería y me duché dos veces en una tarde. Al día siguiente, antes de que se ponga el sol y aprovechando que el viento seguía favorable, nos fuimos. Navegamos toda la noche, viendo estrellas fugaces, satélites y luces extrañas en el cielo. Al amanecer ya estábamos frente a João Pessoa. Unas millas más al norte y divisamos las boyas del canal de entrada al río Paraíba. Cuando ya estábamos a la altura de la barra de arena que suelen tener todos estos ríos, justo antes de una curva, vimos asomar un gigantesco buque que venía saliendo. ¡Que momento! Nos hicimos a un lado con mucho miedo a vararnos, y la bestia roja pasó a nuestro lado. Por suerte no pasó nada y ahora nos encontramos felizmente amarrados en la Marina Jacaré, rodeados de barcos de todas las nacionalidades.

 

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