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De relojes salvados y un anillo perdido

Por Hernán Luis Biasotti,
Autor de Claves para la Navegación Feliz, Del Plata a Sudáfrica Solo y a Vela Pura y otros libros didácticos y de relatos marineros.

El domingo pasado, temprano, en el club, al dueño de un crucero que estaba ajustando un tornillo en el cockpit se le resbaló de la mano el destornillador. La herramienta, como si un pequeño demonio travieso la hubiera animado súbitamente, rodó cobrando velocidad por la plataforma de baño de imperceptible pendiente hacia popa y ¡Ploff! se hundió en el río marrón ante la mirada incrédula del dueño. Un típico caso de la famosa “hijaputez de las cosas”. Yo, testigo único y circunstancial a esa hora, pasaba casualmente junto a esa marina camino a mi barco con mi caja de herramientas en la mano y tras manifestarle condolencias por la mala jugada que le hizo esa herramienta traicionera, le presté un destornillador de la medida adecuada para terminar de apretar el tornillo. El desertor pasó a engordar el nutrido inventario de objetos que contribuyen a que nuestros ríos sean cada vez más playos, las circunstancias no ameritaban rastrearlo. Pero no siempre es así, a veces van a parar al fondo objetos que justifican intentar recuperarlos, y la búsqueda puede dar resultado.
Estando en la amarra, una vez una llave francesa animada de la misma maldad se deslizó por la cubierta y acertó a pasar limpiamente por el imbornal de la regala. Inmediatamente, con un cabo suspendí verticalmente de la borda un ancla pesadísima apenas besando el fondo, me sumergí tomado del cabo tenso como eje y palpando el fondo sin soltarme terminé hallando la herramienta. Los anteojos, en cambio, nunca bajan verticalmente, son hábiles planeadores y se apartan muchos metros del punto donde se zambullen, así y todo con optimismo, constancia y, según la temperatura del agua con bastante espíritu de pingüino, a veces aparecen.
Sería largo referir cuántos objetos míos o ajenos recuperé, otros se perdieron. Una fría noche de invierno, un teléfono celular que se me cayó al agua en la escollera del puerto deportivo de Colonia desapareció como si se lo hubiera tragado un sapo. Por poco no me congelé sumergiéndome para meter las manos en infinitos huecos entre las piedras donde hay vidrios, latas y todo tipo de cachivaches, y nada. Menos mal que no me lastimé … ¿Total, para qué? no era sumergible, estaría estropeado.
Alrededor del año 1975, frente a las barrancas de San Isidro en las inmediaciones del Km. 19 del Canal Costanero, cerca de donde ahora está la baliza verde Nº 1 de UNEN, fue erigida en el lecho del río una torre tipo andamiaje de caños para hacer un estudio hídrico o algo así. Un día caluroso de verano habíamos fondeado a corta distancia de esa torre con mi velero Clipper Inés para bañarnos. Amigos que me acompañaban y yo fuimos nadando hasta la estructura y nos trepamos hasta una plataforma de tablones que tenía por lo menos tres metros de altura, para usarla de trampolín. Han pasado algunos años, el río era limpio aún y nosotros muy jóvenes y audaces (audaces seguimos siendo, menos mal). Y como no éramos tontos, antes de saltar nadamos alrededor para comprobar que no hubiera obstáculos y el primer salto fue de pie. La profundidad sería de dos metros y medio. Trepamos y saltamos toda la tarde y cuando quise ver la hora en mi reloj pulsera, no lo tenía. La malla se había abierto o cortado y lo había perdido. Era un regalo de mi esposa que tenía para mí mucho valor afectivo ¿Qué chances tendría de recuperarlo en, digamos, río abierto? Entonces razoné que se habría desprendido con el shock del primer salto. Recordé que al caer parado, mis pies se habían clavado en el fondo de barro arcilloso blando, liso y suave como terciopelo. Nadé hasta allí, hice varias inmersiones hasta palpar las dos huellas profundas y tomado de uno de esos huecos palpé y palpé hasta que ¡Eureka! lo recuperé. Y todavía lo tengo, es el Certina de la foto.
Uno de aquellos veranos, fondeados por allí cerca también –la plataforma ya no estaba– uno de mis amigos subió la escala de baño del barco diciendo que se le había perdido la alianza de oro. Con el antecedente de mi reloj, buceamos hasta que no nos daban más los pulmones pero no apareció. Claro, no hay que darse por vencido ni aún vencido, pero como decía en la primera nota de esta serie de las grandes casualidades, casualidades existen, milagros, lo que se dice milagros, por lo menos yo hasta ahora no he visto.
Y ya que mencioné un anillo de oro, al reloj Pulsar Quarz con virola de oro que aparece en la otra foto lo encontré sobre fondo de arena a cuatro metros de profundidad en el Mar Caribe en 1984, frente a Sandy Island, un islote deshabitado de las Granadinas. Allí hay corales y pececitos de colores y el agua obviamente es cristalina, pero un reloj no se encuentra todos los días ¿No? Se lo regalé a mi esposa y lo usa desde entonces, es sumergible hasta cincuenta metros, andaba y sigue andando perfectamente bien. Ω

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